El Tlacuilo dibuja casas y caminos, los rayos del sol y el cauce de un río. En una página la historia de un Señorío y en la siguiente la de una desgracia cuya sangre inaugura un nuevo mundo.
En otra parte ofrece una lista de nombres y trabajos que anticipan la emigrante construcción de ciudades. En el mapa se recrean utopías y epidemias pero también los ídolos de la riqueza y del tiempo.
El trazo minucioso es una luz que hace visible el rostro de los antiguos dioses y de la imaginación indígena; las caritas de barro y los libros escritos en papel amate o piel de venado.
Los libros de los antiguos mexicanos protegen muchas palabras que de otra manera ya habríamos olvidado. Han viajado a tientas por el tiempo, confundidos muchas veces con legajos inservibles o laberintos de signos indescifrables.
Han tenido el rostro de un indígena, un misionero, un coleccionista y un bibliotecario. El polvo también contagió su modo de comunicarse y equilibró el pasado con el presente. En la piedra de los sacrificios que dibuja existe también una gota de nuestra sangre.
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